MONS. ÓSCAR ROMERO: 1. RECUERDOS
Mientras en nuestro país se despreciaba a los pobres,
se les explotaba, se les manipulaba y se les tenía como inferiores,
Mons. Romero se identificaba con ellos y con sus causas.
Su vida fue testimonio del amor preferencial de Dios a los más pobres,
al luchar con ellos, pacífica y proféticamente, en favor de sus derechos.
En el acta de beatificación, se le llamaba (…) “padre de los pobres”.
Y así era porque exigía justicia para los campesinos y trabajadores,
apoyaba sus reivindicaciones y su organización popular,
y los defendía ante el odio y la violencia de los poderosos.
Pero además de estar con las causas de los pobres,
vivía con ellos en el hospitalito de la Divina Providencia.
Allí, donde se hospedan o incluso van a morir
los enfermos de cáncer más pobres de nuestro país,
allí vivía, también en pobreza y sencillez, nuestro obispo mártir.
Allí acompañaba el sufrimiento de los enfermos
sin más recursos que la generosidad de las hermanas del hospitalito,
y les animaba con el consuelo de un Dios, el nuestro,
que nunca abandona al débil y al afligido,
y le ofrece siempre la solidaridad de los que rezamos
el Padre Nuestro de corazón y deseamos que venga su Reino.
Antes, estando en Santiago de María como obispo,
abrió las puertas de la catedral para que los cortadores de café,
que llegaban desde lejos a esta tierra de cafetales,
pudieran dormir bajo techo.
Las fotografías de Romero con niños que juegan con su cruz pectoral
no dejan duda de su tierna cercanía a los más pobres.
Y es esa cercanía amorosa a los pobres, junto con su fe en el Señor Jesús,
la que le llevó a ser profeta de justicia.
Voz de los sin voz, sin más poder que la fuerza de la conciencia,
sin más ley que la del amor al prójimo,
y sin más patrón que el Divino Salvador.
Su única arma era la Palabra.
Mons. Romero, nuestro san Romero,
con esa palabra beligerante y defensora del oprimido,
hacía retorcerse de rabia a quienes mataban a los pobres,
a quienes perseguían sus organizaciones o amenazaban de muerte
a toda persona que mostrara deseos firmes de justicia social.
Como a Jesús, lo odiaban aquellos que no soportaban
la buena noticia de un Dios de amor y creador de fraternidad.
Su palabra disgustaba a los neutrales e indiferentes,
y molestaba a los cómplices hipócritas,
que desde instituciones del Estado disimulaban y encubrían
la barbarie de los escuadrones de la muerte.
Y ante los odios y ataques, respondía siempre
con las mismas palabras de Jesús en la cruz:
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.
Su amor cubría a todos, curando a los heridos por la injusticia
y diciéndoles la verdad a los victimarios.
Dos formas de amar clásicas y siempre exigidas por la Iglesia,
en coherencia con nuestro Dios, que es amor,
y nos llama a consolar a las víctimas
y a ser profetas frente a quienes abusan del prójimo.
Mons. Romero recuerda la terrible dificultad
que tienen para entrar en el Reino de los Cielos
aquellos que ponen su corazón en las riquezas.
Nuestro santo, lleno del Espíritu del Señor y su sabiduría,
con su palabra combativa como espada de doble filo,
desnudaba las intenciones de los soberbios.
A los ricos les recordaba que la idolatría de la riqueza
estaba en la base de las injusticias salvadoreñas.
A los poderosos les recriminaba
utilizar la muerte como instrumento de poder.
Y a las organizaciones populares les recordaba que no podía poner
la organización por encima de los derechos de las personas.
Toda idolatría pone primero la ley del más fuerte
en vez del amor al prójimo y la solidaridad evangélica.
No hablaba de dar, sino de compartir.
Porque cuando los ricos dan algo, no están dando de los suyo,
sino de lo que pertenece a todos y, especialmente, a los más pobres.
A esos pobres a los que el Señor prometió el Reino de los Cielos
y en los que se hace siempre presente el rostro de Jesús.
Inspirado siempre en el Evangelio y en la doctrina social de la Iglesia,
en el destino universal de los bienes, en la solidaridad y la participación,
nuestro santo arzobispo trabajaba desde el deseo profundo de paz
con verdadera justicia social.
Sabiendo además que la paz solo puede construirse negando las idolatrías,
devolviendo a las víctimas su dignidad de seres humanos,
restaurando los derechos de quienes son despojados de ellos
y trabajando sistemáticamente para eliminar el sufrimiento
en el mundo en que vivimos (…). Fue asesinado el 24 de marzo de 1980.
(P. José Mª Tojeira, SJ. Homilía en San Salvador, 14 de octubre del 2018).